12 de agosto de 2014

UN ESPEJO DE DOS CARAS


Llevo días viendo el anuncio de una conocida marca de muebles y complementos para el hogar, que no voy a nombrar, pero que todos conocemos de más cerca o de más lejos. En general, suelen gustarme sus anuncios publicitarios. Presentan reclamos frescos, ingeniosos y en ellos tratan de transmitir valores, sobre todo, aquellos relacionados con la familia. En esta ocasión, y siguiendo con esta tendencia, hablan del ejemplo que los padres y madres dan a sus hijos, de la preocupación que puede generar la posibilidad de no estar dando un buen ejemplo, de no ser un buen modelo a imitar. El spot concluye destacando que al fin y al cabo lo que más importa es que a los hijos se les demuestre amor y convivir felizmente con ellos. Es cierto, el amor es la base, pero no dejo de plantearme que podemos ir más allá y que somos agentes activos en lo que los niños aprenden.

Cada vez que lo emiten en televisión, imágenes de adultos con niños me vienen a la cabeza y elucubro con temas conectados con la educación. La educación es un tema que dará lugar a muchos futuros post, pues creo que el sistema educativo, como está encauzado hoy día, está obsoleto y falto de novedosas reformas y alternativas. Creo que se trata de una temática compleja e importantísima, por lo que para evitar largas disertaciones, posiblemente aburridas y espesas, he creído mejor ir abordando temas pasito a pasito.

Antes de escribir esto, y sabiendo que seguiré escribiendo sobre el tema, he ido a consultar qué se entiende exactamente por educar y he encontrado lo siguiente:
educar.
(Del lat. educāre).
1. tr. Dirigir, encaminar, doctrinar.
2. tr. Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.. Educar la inteligencia, la voluntad.
3. tr. Desarrollar las fuerzas físicas por medio del ejercicio, haciéndolas más aptas para su fin.
4. tr. Perfeccionar, afinar los sentidos. Educar el gusto.
5. tr. Enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía.

Tras leer las definiciones que la RAE otorga al infinitivo educar, y viendo las descripciones del término  he decidido que hoy me apetece reflexionar acerca del trabajo interno que cada adulto debería plantearse cuando trabaja, vive, convive o tiene cualquier tipo de relación con niños.

Siempre he creído y ahora más si cabe, que de todo el mundo se puede aprender algo, ya sea para bien o para mal. No veo la razón de eliminar a los niños de esa ecuación, pues de ellos se aprende cada día y son únicos ayudando a recordar lo que ya teníamos olvidado o de hacernos dar cuenta de lo que no nos habíamos percatado.

En el sistema educativo actual, las relaciones que se establecen suelen plantearse de un modo unidireccional donde un adulto transmite conocimientos a un niño, lo dirige y lo modela. En esta relación se supone al niño como un ser necesitado de ser troquelado y al adulto como una persona que ya atesora el saber, el entendimiento, la consciencia y la razón necesarias como para llevar a cabo con éxito la laboriosa tarea de encaminar adecuadamente a un niño. En esta transmisión, el pequeño aprende de la experiencia del mayor y la perfecciona con el tiempo. Con esta suposición, la vertiente recíproca del proceso educativo se elude. Se obvia la situación (la realidad, creo yo) donde  ambos pueden instruirse el uno al otro y donde el contacto con niños obliga a los adultos a trabajar su autocontrol, el reconocimiento de sus conductas, de sus sentimientos y mucho más.

Educar a un niño requiere de  una reinvención del adulto que trata con él para poder adaptarse a la realidad infantil y no al contrario. La persona experimentada debe renovarse y buscar la forma de comprender el mundo de los más pequeños, adaptándose a sus necesidades y no tratar que sea el niño quien alcance una madurez demasiado temprana comprendiendo y actuando como un adulto.

Imagino que todos en mayor o menor medida, sabemos cómo queremos educar a un niño y qué debería aprender. Tenemos una idea clara de los valores que nos gustaría inculcar, pero muchas veces nos encontramos que no estamos transmitiéndolo de la mejor forma. Por ejemplo, deseamos que nuestros niños aprendan a pedir perdón, pero nos topamos con que a nosotros mismos no nos resulta fácil hacerlo. A veces pedimos que no nos griten "gritando a grito pelado".  Les repetimos que deben compartir sus cosas y cuando ellos tocan algo nuestro les decimos: "no toques eso, que es mío".

Estos son sólo ejemplos, si nos tomamos un segundo para pensarlo, de una incongruencia humana y adulta. Los niños nos enseñan que debemos trabajar con nosotros mismos aquello que con tanta ligereza nos atrevemos a exigirles.


El contacto con niños supone un reto tremendo para los adultos que nos chocamos de bruces con nosotros mismos y con lo que podríamos mejorar. 

Ellos crecen y nosotros también. Como decía, creo que se trata de un aprendizaje mutuo. Difícil, eso sí, porque requiere de un trabajo continuo y constante y tenemos tendencias, costumbres arraigadas y comportamientos que tal vez antes no habíamos detectado. 

Tener un niño cerca abre las puertas a un mundo nuevo o quizá olvidado donde las posibilidades de crecer y aprender son infinitas.

Tal vez si mirásemos hacia dentro de nosotros mismos antes de reclamarles, convertirnos en un mal ejemplo dejaría de asustarnos.