Llevo días viendo el anuncio de una conocida marca de
muebles y complementos para el hogar, que no voy a nombrar, pero que todos
conocemos de más cerca o de más lejos. En general, suelen gustarme sus anuncios
publicitarios. Presentan reclamos frescos, ingeniosos y en ellos tratan de
transmitir valores, sobre todo, aquellos relacionados con la familia. En esta
ocasión, y siguiendo con esta tendencia, hablan del ejemplo que los padres y
madres dan a sus hijos, de la preocupación que puede generar la posibilidad de
no estar dando un buen ejemplo, de no ser un buen modelo a imitar. El spot concluye
destacando que al fin y al cabo lo que más importa es que a los hijos se les
demuestre amor y convivir felizmente con ellos. Es cierto, el amor es la base, pero
no dejo de plantearme que podemos ir más allá y que somos agentes activos en lo
que los niños aprenden.
Cada vez que lo emiten en televisión, imágenes de adultos
con niños me vienen a la cabeza y elucubro con temas conectados con la
educación. La educación es un tema que dará lugar a muchos futuros post, pues
creo que el sistema educativo, como está encauzado hoy día, está obsoleto y
falto de novedosas reformas y alternativas. Creo que se trata de una temática
compleja e importantísima, por lo que para evitar largas disertaciones,
posiblemente aburridas y espesas, he creído mejor ir abordando temas pasito a
pasito.
Antes de escribir esto, y sabiendo que seguiré escribiendo
sobre el tema, he ido a consultar qué se entiende exactamente por educar y he
encontrado lo siguiente:
educar.
(Del lat. educāre).
2. tr. Desarrollar o perfeccionar las
facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos,
ejercicios, ejemplos, etc.. Educar la inteligencia, la voluntad.
Tras leer las definiciones que la RAE otorga al infinitivo
educar, y viendo las descripciones del término he decidido que hoy me apetece reflexionar
acerca del trabajo interno que cada adulto debería plantearse cuando trabaja,
vive, convive o tiene cualquier tipo de relación con niños.
Siempre he creído y ahora más si cabe, que de todo el mundo
se puede aprender algo, ya sea para bien o para mal. No veo la razón de
eliminar a los niños de esa ecuación, pues de ellos se aprende cada día y son
únicos ayudando a recordar lo que ya teníamos olvidado o de hacernos dar cuenta de lo que no nos habíamos percatado.
En el sistema educativo actual, las relaciones que se
establecen suelen plantearse de un modo unidireccional donde un adulto
transmite conocimientos a un niño, lo dirige y lo modela. En esta relación se supone al niño como un ser
necesitado de ser troquelado y al adulto como una persona que ya atesora el
saber, el entendimiento, la consciencia y la razón necesarias como para llevar
a cabo con éxito la laboriosa tarea de encaminar adecuadamente a un niño. En
esta transmisión, el pequeño aprende de la experiencia del mayor y la
perfecciona con el tiempo. Con esta
suposición, la vertiente recíproca del proceso educativo se elude. Se obvia la situación (la realidad, creo yo)
donde ambos pueden instruirse el uno al
otro y donde el contacto con niños obliga a los adultos a trabajar su
autocontrol, el reconocimiento de sus conductas, de sus sentimientos y mucho
más.
Educar a un niño requiere de una reinvención del adulto que trata con él para
poder adaptarse a la realidad infantil y no al contrario. La persona
experimentada debe renovarse y buscar la forma de comprender el mundo de los
más pequeños, adaptándose a sus necesidades y no tratar que sea el niño quien
alcance una madurez demasiado temprana comprendiendo y actuando como un adulto.
Imagino que todos en mayor o menor medida, sabemos cómo
queremos educar a un niño y qué debería aprender. Tenemos una idea clara de los
valores que nos gustaría inculcar, pero muchas veces nos encontramos que no
estamos transmitiéndolo de la mejor forma. Por ejemplo, deseamos que nuestros
niños aprendan a pedir perdón, pero nos topamos con que a nosotros mismos no
nos resulta fácil hacerlo. A veces pedimos que no nos griten "gritando a grito
pelado". Les repetimos que deben
compartir sus cosas y cuando ellos tocan algo nuestro les decimos: "no
toques eso, que es mío".
Estos son sólo ejemplos, si nos tomamos un segundo para
pensarlo, de una incongruencia humana y
adulta. Los niños nos enseñan que debemos trabajar con nosotros mismos aquello
que con tanta ligereza nos atrevemos a exigirles.
El contacto con niños supone un reto tremendo para los adultos que nos chocamos de bruces con nosotros mismos y con lo que podríamos mejorar.
Ellos crecen y nosotros también. Como decía, creo que se trata de un aprendizaje mutuo. Difícil, eso sí, porque requiere de un trabajo continuo y constante y tenemos tendencias, costumbres arraigadas y comportamientos que tal vez antes no habíamos detectado.
Tener un niño cerca abre las puertas a un mundo nuevo o quizá olvidado donde las posibilidades de crecer y aprender son infinitas.